domingo, 19 de enero de 2014

El Nombre de Dios que debemos conocer y usar...
 
Nombre personal de Dios. ”Yo soy Jehová. Ese es mi nombre; y a ningún otro daré yo mi propia gloria, ni mi alabanza  a imágenes esculpidas." (Isa 42:8; 54:5.) Aunque en las Escrituras se le designa con títulos descriptivos, como “Dios”, “Señor Soberano”, “Creador”, “Padre”, “el Todopoderoso” y “el Altísimo”, su personalidad y atributos —quién y qué es Él— solo se resumen y expresan a cabalidad en este nombre personal. "para que la gente sepa que tú, cuyo nombre es Jehová, tú solo eres el Altísimo sobre toda la tierra." (Sal 83:18.). Jehová  en la forma causativa, estado imperfecto, del verbo heb. ha·wáh [llegar a ser]; significa: “Él Causa Que Llegue a Ser”.
 
Pronunciación correcta del Nombre Divino. “Jehová” es la pronunciación más conocida en español del nombre divino, aunque la mayoría de los hebraístas apoyan la forma “Yahveh” (Yavé). Los manuscritos hebreos más antiguos presentan el nombre en la forma de cuatro consonantes, llamada comúnmente Tetragrámaton (del griego te·tra, que significa “cuatro”, y grám·ma, “letra”). Estas cuatro letras (escritas de derecha a izquierda) son יהוה y se pueden transliterar al español como YHWH (o JHVH).
 
La superstición oculta el nombre. En algún momento surgió entre los judíos la idea supersticiosa de que era incorrecto hasta pronunciar el nombre divino (representado por el Tetragrámaton). No se sabe a ciencia cierta qué base hubo originalmente para dejar de pronunciar el nombre. Hay quien cree que surgió la enseñanza de que el nombre era tan sagrado que no lo debían pronunciar labios imperfectos. Sin embargo, en las mismas Escrituras Hebreas no se observa que ninguno de los siervos verdaderos de Dios tuviese reparos en pronunciar su nombre. Los documentos hebreos no bíblicos, como, por ejemplo, las llamadas Cartas de Lakís, muestran que en Palestina el nombre se usaba en la correspondencia durante la última parte del siglo VII a. E.C. Otro punto de vista es que con ello se pretendía evitar que los pueblos no judíos conocieran el nombre y lo usaran mal. Sin embargo, Jehová mismo dijo que haría que ‘su nombre fuera declarado en toda la tierra’ (Éx 9:16; compárese con 1Cr 16:23, 24; Sl 113:3; Mal 1:11, 14), para que incluso sus adversarios lo conocieran. (Isa 64:2.) De hecho, el nombre se conocía y empleaba entre las naciones paganas tanto antes de la era común como durante los primeros siglos de nuestra era. (The Jewish Encyclopedia, 1976, vol. 12, pág. 119.) También se ha dicho que el propósito era evitar que se utilizara en ritos mágicos. En tal caso, hubiera sido una medida equivocada, pues cuanto más misterioso se hiciera por su desuso, más proclive sería a que lo utilizaran en sortilegios.
 
“Dios” y “Padre” no son distintivos. El título “Dios” no es ni personal ni distintivo (una persona incluso puede hacer un dios de su vientre; Flp 3:19). En las Escrituras Hebreas la misma palabra (ʼElo·hím) se aplica a Jehová, el Dios verdadero, y a los dioses falsos, como el dios filisteo Dagón (Jue 16:23, 24; 1Sa 5:7) y el dios asirio Nisroc. (2Re 19:37.) El que un hebreo le dijese a un filisteo o a un asirio que adoraba a “Dios [ʼElo·hím]” obviamente no hubiera bastado para identificar a la Persona a quien iba dirigida su adoración.
 
La obra The Imperial Bible-Dictionary, en sus artículos sobre Jehová, ilustra bien la diferencia entre ʼElo·hím (Dios) y Jehová. Dice del nombre Jehová: “En todas partes es un nombre propio que señala al Dios personal y solo a él, mientras que Elohím comparte más el carácter de un nombre común, el cual, por lo general, se refiere al Supremo, aunque no necesaria ni uniformemente [...]. El hebreo puede decir el Elohím, el Dios verdadero, en contraste con todos los dioses falsos; pero nunca dice el Jehová, pues el nombre Jehová es exclusivo del Dios verdadero. Dice vez tras vez mi Dios [...], pero nunca mi Jehová, pues cuando dice mi Dios, se refiere a Jehová. Habla del Dios de Israel, pero nunca del Jehová de Israel, pues no hay ningún otro Jehová. Habla del Dios vivo, pero nunca del Jehová vivo, pues no puede concebir a Jehová de otra manera que no sea vivo” (edición de P. Fairbairn, Londres, 1874, vol. 1, pág. 856).
 
Lo mismo es cierto del término griego para Dios, The·ós. Este vocablo se aplicaba de igual manera al Dios verdadero y a dioses paganos como Zeus y Hermes, dioses griegos que correspondían a los romanos Júpiter y Mercurio. (Compárese con Hch 14:11-15.) Las palabras de Pablo en 1 Corintios 8:4-6 presentan la verdadera situación: “Porque aunque hay aquellos que son llamados ‘dioses’, sea en el cielo o en la tierra, así como hay muchos ‘dioses’ y muchos ‘señores’, realmente para nosotros hay un solo Dios el Padre, procedente de quien son todas las cosas, y nosotros para él”. La creencia en numerosos dioses, que hace necesario que el Dios verdadero se distinga de los falsos, ha continuado hasta nuestro siglo XX.
 
La referencia de Pablo a “Dios el Padre” no significa que el nombre del Dios verdadero sea “Padre”, pues esta designación aplica asimismo a todo varón humano que sea progenitor y también se refiere a hombres que son padres en otros sentidos. (Ro 4:11, 16; 1Co 4:15.) Al Mesías se le da el título de “Padre Eterno”. (Isa 9:6.) Jesús llamó a Satanás el “padre” de ciertos opositores asesinos. (Jn 8:44.)
 
El término también se aplicó a los dioses de las naciones. Por ejemplo: en la poesía de Homero al dios griego Zeus se le representaba como el gran dios padre. En numerosos textos se muestra que “Dios el Padre” tiene un nombre diferente del de su Hijo. (Mt 28:19; Rev 3:12; 14:1.) Pablo conocía el nombre personal de Dios, Jehová, como aparece en el relato de la creación en Génesis, registro del que citó en sus escritos. Ese nombre, Jehová, distingue a “Dios el Padre” (compárese con Isa 64:8), e impide cualquier intento de fusionar o mezclar su identidad y persona con la de cualquier otro a quien pueda aplicársele el título “dios” o “padre”.
 
Jesús y sus discípulos lo usaron. Así que, con toda seguridad, en los días de Jesús y sus discípulos el nombre divino aparecía en las Escrituras, tanto en los manuscritos hebreos como en los griegos. ¿Emplearon ellos el nombre divino en su conversación y escritura? En vista de que Jesús condenó las tradiciones de los fariseos (Mt 15:1-9), sería sumamente irrazonable pensar que él y sus discípulos se dejaran influir por las ideas farisaicas (como las que se registran en la Misná) a este respecto. Por otra parte, el propio nombre de Jesús significa “Jehová Es Salvación”. Él declaró: “Yo he venido en el nombre de mi Padre” (Jn 5:43); enseñó a sus seguidores a orar: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mt 6:9); dijo que hacía sus obras “en el nombre de [su] Padre” (Jn 10:25), y la noche de su muerte dijo en oración que había puesto de manifiesto el nombre de su Padre a sus discípulos, y pidió: “Padre santo, vigílalos por causa de tu propio nombre”. (Jn 17:6, 11, 12, 26.) En vista de lo antedicho, cuando Jesús citó o leyó de las Escrituras Hebreas, ciertamente pronunció el nombre de Dios: Jehová. (Compárese Mt 4:4, 7, 10 con Dt 8:3; 6:16; 6:13; Mt 22:37 con Dt 6:5; Mt 22:44 con Sl 110:1; y Lu 4:16-21 con Isa 61:1, 2.) Como es lógico, los discípulos de Jesús, entre ellos los escritores inspirados de las Escrituras Griegas Cristianas, siguieron su ejemplo a este respecto.
 
Uso y significado del Nombre en tiempos antiguos. A menudo se han aplicado mal los pasajes de Éxodo 3:13-16 y Éx 6:3 para indicar que el nombre de Jehová se le reveló por primera vez a Moisés poco antes del éxodo de Egipto. Es cierto que Moisés formuló la pregunta: “Supongamos que llego ahora a los hijos de Israel y de hecho les digo: ‘El Dios de sus antepasados me ha enviado a ustedes’, y ellos de hecho me dicen: ‘¿Cuál es su nombre?’. ¿Qué les diré?”. Pero esto no significa que él o los israelitas no conociesen el nombre de Jehová. El mismo nombre de la madre de Moisés —Jokébed— posiblemente significa “Jehová Es Gloria”. (Éx 6:20.) Seguramente la pregunta de Moisés estaba relacionada con las circunstancias en las que se hallaban los hijos de Israel. Habían sufrido dura esclavitud durante muchas décadas sin ninguna señal de alivio. Es muy probable que se hubiesen infiltrado en el pueblo la duda y el desánimo, y como consecuencia se habría debilitado su fe en el poder y el propósito de Dios de liberarlos. (Véase también Eze 20:7, 8.) Por lo tanto, el que Moisés simplemente dijera que iba en el nombre de “Dios” (ʼElo·hím) o el “Señor Soberano” (ʼAdho·nái) no hubiera significado mucho para los israelitas que sufrían. Sabían que los egipcios tenían sus propios dioses y señores, y sin duda tuvieron que oírles mofas en el sentido de que sus dioses eran superiores al Dios de los israelitas.
 
Cómo se reveló al hombre en Edén. ¿Con qué personalidad se dio a conocer Jehová a sus primeros hijos humanos? Como hombre perfecto, Adán tendría que haber concordado con las palabras posteriores del salmista: “Te elogiaré porque de manera que inspira temor estoy maravillosamente hecho. Tus obras son maravillosas, como muy bien percibe mi alma”. (Sl 139:14.) Por lo que veía en su propio cuerpo —sobresalientemente adaptable entre las criaturas terrestres— y en todo lo que le rodeaba, el hombre tenía razón sobrada para sentir un respeto reverencial a su Creador. Cada nuevo animal, ave y pez; cada diferente planta, flor y árbol, y cada campo, bosque, colina, valle y arroyo que el hombre veía, impresionaría en él la profundidad y amplitud de la sabiduría de su Padre y su atrayente personalidad reflejada en la gran variedad de sus obras creativas. (Gé 2:7-9; compárese con Sl 104:8-24.) Todos los sentidos del hombre —vista, oído, gusto, olfato y tacto— indicarían a su mente receptiva que el Creador era sumamente generoso y considerado.
 
Tampoco se pasaron por alto las necesidades intelectuales de Adán, su necesidad de conversación y de compañerismo, pues su Padre le proveyó una compañera inteligente. (Gé 2:18-23.) Ambos bien pudieron haber cantado a Jehová como lo hizo el salmista: “El regocijo hasta la satisfacción está con tu rostro; hay agradabilidad a tu diestra para siempre”. (Sl 16:8, 11.) Por haber sido objeto de tanto amor, Adán y Eva habrían tenido que saber que “Dios es amor”, la fuente y ejemplo supremo de amor. (1Jn 4:16, 19.)
 
Más importante aún, Jehová satisfizo las necesidades espirituales del hombre. El Padre de Adán se reveló a su hijo humano, comunicándose con él y encargándole trabajos, cuya realización constituiría la parte principal de la adoración del hombre. (Gé 1:27-30; 2:15-17; compárese con Am 4:13.)
 
Un Dios de normas morales. El hombre pronto llegó a conocer a Jehová no solo como un Proveedor sabio y generoso, sino también como un Dios de moralidad, con normas definidas sobre lo que es propio e impropio. Pero, además, si Adán conocía el relato de la creación, como se ha indicado, sabría que Jehová también tenía otras normas, pues el relato dice que Jehová vio que sus obras creativas ‘eran muy buenas’, que satisfacían su norma perfecta de calidad y excelencia. (Gé 1:3, 4, 12, 25, 31; compárese con Dt 32:3, 4.)
 
De no existir normas, no habría manera de determinar o juzgar lo que es bueno o malo ni de medir y reconocer grados de exactitud y excelencia. A este respecto, son de interés las siguientes observaciones de la Encyclopædia Britannica (1959, vol. 21, págs. 306, 307):
 
“Lo que el hombre ha conseguido [en lo que respecta a normalizar o estandarizar] palidece cuando se compara con lo que se observa en la naturaleza. Las constelaciones; las órbitas de los planetas; las propiedades inmutables de conductividad, ductilidad, elasticidad, dureza, permeabilidad, refracción, fuerza o viscosidad de los materiales de la naturaleza, [...] o la estructura de las células, son unos cuantos ejemplos de la asombrosa estandarización de la naturaleza.”
 
La misma obra realza la importancia de la existencia de normas invariables en la creación material al decir: “Solo mediante la estandarización que se halla en la naturaleza es posible reconocer y clasificar [...] las muchas clases de plantas, peces, aves y animales. Dentro de esas clases, los individuos se parecen unos a otros en los más mínimos detalles estructurales, funcionales y de comportamiento que los caracterizan. [Compárese con Gé 1:11, 12, 21, 24, 25.] Si no fuera por esta estandarización del cuerpo humano, los médicos no sabrían si una determinada persona tiene ciertos órganos ni dónde buscarlos. [...] En realidad, sin las normas de la naturaleza, no podría existir ni una sociedad organizada, ni educación, ni medicina; cada uno de estos conceptos depende de similitudes subyacentes y comparables”.
 
Adán vio la estabilidad de las obras creativas de Jehová: el ciclo continuo de día y noche, el descenso constante del agua del río de Edén como resultado de la fuerza de la gravedad y un sinnúmero de otros ejemplos que probaban que el Creador de la Tierra no era un Dios de confusión, sino de orden. (Gé 1:16-18; 2:10; Ec 1:5-7; Jer 31:35, 36; 1Co 14:33.) El hombre sin duda vio que esta estabilidad era provechosa para desempeñar la labor y actividades que se le habían asignado. (Gé 1:28; 2:15), pudiendo planear el trabajo con confianza, sin ningún tipo de incertidumbre.
 
En vista de estos hechos, no le debería parecer extraño al hombre inteligente que Jehová fijara normas que rigieran la conducta humana y su relación con el Creador. La gran calidad de la creación de Jehová le sirvió de ejemplo a Adán para cultivar y cuidar el Edén. (Gé 2:15; 1:31.) Adán también aprendió la norma de Dios para el matrimonio, la monogamia, así como la relación que debía existir entre los cónyuges. (Gé 2:24.) La obediencia a las instrucciones de Dios se subrayaba de manera especial como algo esencial para la vida misma. Puesto que Adán era un humano perfecto, Jehová esperaba de él obediencia perfecta. Él le dio a su hijo terrestre la oportunidad de mostrar amor y devoción al obedecer su mandato de abstenerse de comer de uno de los muchos árboles frutales que había en Edén. (Gé 2:16, 17.) Este mandato era sencillo, pero las circunstancias de Adán entonces también eran sencillas, libres de las complejidades y la confusión que con el tiempo han llegado a existir. Que esta prueba sencilla manifiesta la sabiduría de Jehová, lo subrayan las palabras que Jesucristo pronunció unos cuatro mil años después: “La persona fiel en lo mínimo es fiel también en lo mucho, y la persona injusta en lo mínimo es injusta también en lo mucho”. (Lu 16:10.)
 
Tanto el orden como las normas establecidas, lejos de restar disfrute a la vida humana, contribuirían al mismo. El artículo sobre “normas” citado de la Encyclopædia Britannica observa lo siguiente acerca de la creación material: “A pesar de todas las muestras de estandarización que hallamos en la naturaleza, nadie la acusa de monotonía. Aunque el espectro de colores consta básicamente de una banda limitada de longitudes de onda, las variaciones y combinaciones que se pueden obtener para deleitar la vista son casi ilimitadas. De manera semejante, todas las bellas melodías de la música llegan al oído mediante un grupo también pequeño de frecuencias”. Asimismo, los requisitos de Dios para la pareja humana le permitían toda la libertad que un corazón justo pudiera desear. No había necesidad de cercarlos con una multitud de leyes y reglas. El ejemplo amoroso que el Creador les puso, así como el respeto y amor que le tenían, los protegería de traspasar los límites propios de su libertad. (Compárese con 1Ti 1:9, 10; Ro 6:15-18; 13:8-10; 2Co 3:17.)
 
Por lo tanto, Jehová Dios, por su propia Persona, proceder y palabras, era y es la Norma Suprema para todo el universo, la definición y suma de todo lo bueno. Por esa razón, cuando su Hijo estuvo en la Tierra, pudo decirle a un hombre: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino uno solo, Dios”. (Mr 10:17, 18; también Mt 19:17; 5:48.)
 
Se debe santificar y vindicar Su nombre. Como todo lo relacionado con la persona de Dios es santo, su nombre personal, Jehová, también lo es y por lo tanto debe santificarse. (Le 22:32.) Santificar significa “hacer santo, apartar o estimar algo como sagrado” y, en consecuencia, no usarlo como algo común u ordinario. (Isa 6:1-3; Lu 1:49; Rev 4:8.) Debido a la Persona que representa, el nombre de Jehová es “grande e inspirador de temor” (Sl 99:3, 5), “majestuoso” e “inalcanzablemente alto” (Sl 8:1; 148:13), y merecedor de un respeto reverente. (Isa 29:23.)
 
Profanación del nombre. Así se consideró el nombre divino hasta que los acontecimientos del jardín de Edén resultaron en su profanación. La rebelión de Satanás puso en tela de juicio el nombre y la reputación de Dios. A Eva le hizo ver que hablaba en nombre de Dios al decirle “Dios sabe”, pero en realidad hizo que dudara del mandato divino, comunicado a Adán, sobre el árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo. (Gé 3:1-5.) Dado que Adán había sido comisionado por Dios y era el cabeza terrestre mediante el que transmitía sus instrucciones a la familia humana, era Su representante en la Tierra. (Gé 1:26, 28; 2:15-17; 1Co 11:3.) Se dice que los que sirven a Dios de este modo ‘ministran en el nombre de Jehová’ y ‘hablan en su nombre’. (Dt 18:5, 18, 19; Snt 5:10.) Por lo tanto, aunque su esposa Eva ya había profanado el nombre de Jehová por su desobediencia, el que Adán también lo hiciera fue un acto especialmente reprensible de falta de respeto al nombre que representaba. (Compárese con 1Sa 15:22, 23.)
 
La cuestión suprema es de naturaleza moral. Es evidente que el angel celestial que se convirtió en Satanás sabía que Jehová es un Dios de normas morales, no una persona caprichosa y voluble. Si hubiera sabido que Dios era dado a estallidos violentos e incontrolados, solo podía haber esperado la exterminación instantánea por el proceder que había emprendido. De modo que la cuestión que Satanás hizo surgir en Edén no era simplemente una prueba del poder destructor de Jehová. Más bien, era una cuestión de naturaleza moral: el derecho moral de Dios a ejercer soberanía universal y requerir obediencia y devoción absoluta de todas sus criaturas en todas partes. Las palabras de Satanás a Eva revelan este hecho. (Gé 3:1-6.) De igual manera, el libro de Job relata cómo Jehová hace pública ante una asamblea de hijos angélicos la posición adoptada por su Adversario. Satanás alegó que la lealtad de Job (y, por inferencia, de cualquiera de las criaturas inteligentes de Dios) a Jehová no era sincera, no estaba basada en verdadera devoción y amor genuino. (Job 1:6-22; 2:1-8.)
De modo que la cuestión de la integridad de las criaturas inteligentes era secundaria, o subsidiaria, y se derivaba de la cuestión primaria del derecho de Dios a la soberanía universal. Se requería tiempo para demostrar la veracidad o falsedad de los cargos, para probar la actitud de corazón de las criaturas de Dios y para zanjar tales cuestiones más allá de toda duda. (Compárese con Job 23:10; 31:5, 6; Ec 8:11-13; Heb 5:7-9.) Por lo tanto, Jehová no ejecutó inmediatamente a la pareja humana rebelde ni al hijo celestial que hizo surgir la cuestión, de modo que llegaron a existir las predichas descendencias que representaban lados opuestos de la cuestión. (Gé 3:15.)
 
El encuentro de Jesucristo con Satanás en el desierto después de cuarenta días de ayuno confirma que esta cuestión seguía vigente en aquel tiempo. La táctica serpentina que empleó el Adversario de Jehová cuando tentó al Hijo de Dios siguió el modelo puesto en Edén hacía cuatro mil años, y la oferta de Satanás de darle la gobernación sobre los reinos terrestres demostró claramente que la cuestión sobre la soberanía universal no había cambiado. (Mt 4:1-10.) El libro de Revelación muestra que la cuestión seguiría vigente hasta que llegara el tiempo en que Jehová Dios declararía zanjado el caso (compárese con Sl 74:10, 22, 23) y ejecutaría juicio justo sobre todos los opositores mediante su Reino celestial para la completa vindicación y santificación de su sagrado nombre. (Re Rev 11:17, 18; 12:17; 14:6, 7; 15:3, 4; 19:1-3, 11-21; 20:1-10, 14.)
 
¿Por qué es de importancia fundamental la santificación del nombre de Dios?
Todo el relato bíblico gira en torno a esta cuestión y su solución, y manifiesta el propósito principal de Jehová Dios: la santificación de su nombre. Esta santificación hacía necesario limpiar el nombre de Dios de todo oprobio y falsos cargos, es decir, vindicarlo. Pero requería mucho más que eso: requería que todas las criaturas inteligentes de los cielos y de la Tierra honraran ese nombre como sagrado, lo que, a su vez, significaba que reconocían y respetaban voluntariamente la soberanía de Jehová, y que estaban deseosos de servirle, deleitándose en hacer su divina voluntad por el amor que le profesan. La oración de David a Jehová registrada en el Salmo 40:5-10 expresa bien esta actitud y verdadera santificación del nombre de Jehová. (Obsérvese la aplicación que hace el apóstol de partes de este salmo a Cristo Jesús en Heb 10:5-10.)
 
Por lo tanto, el orden, la paz y el bienestar de todo el universo y sus habitantes dependen de la santificación del nombre de Jehová. Así lo mostró el Hijo de Dios, a la vez que señaló el medio de Jehová para realizar su propósito, cuando enseñó a sus discípulos a orar a Dios: “Santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Efectúese tu voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra”. (Mt 6:9, 10.) Este propósito fundamental de Jehová provee la clave para entender la razón de sus acciones y el modo de relacionarse con sus criaturas, según se da a conocer en toda la Biblia.
 
Así, notamos que a la nación de Israel, cuya historia ocupa un buen número de páginas del registro bíblico, se la escogió para ser un ‘pueblo para el nombre’ de Jehová. (Dt 28:9, 10; 2Cr 7:14; Isa 43:1, 3, 6, 7.) Según el pacto de la Ley que Dios hizo con esa nación, la cuestión que cobraba mayor importancia era dar devoción exclusiva a Jehová como Dios y no tomar su nombre de manera indigna, “porque Jehová no dejará sin castigo al que tome su nombre de manera indigna”. (Éx 20:1-7; compárese con Le 19:12; 24:10-23.) Como consecuencia de la manifestación de su poder para salvar y destruir cuando liberó a Israel de Egipto, el nombre de Jehová fue “declarado en toda la tierra”, y la fama de este nombre precedía a Israel en su marcha a la Tierra Prometida. (Éx 9:15, 16; 15:1-3, 11-17; 2Sa 7:23; Jer 32:20, 21.) Como lo expresó el profeta Isaías, “así condujiste a tu pueblo para hacer para ti mismo un nombre hermoso”. (Isa 63:11-14.) Cuando los israelitas manifestaron una actitud rebelde en el desierto, Jehová los trató con misericordia y no los abandonó. Sin embargo, reveló la razón fundamental por la que obró así, al decir: “Me puse a actuar por causa de mi propio nombre para que no fuera profanado delante de los ojos de las naciones”. (Eze 20:8-10.)
 
A lo largo de la historia de esa nación, Jehová mantuvo ante ellos la importancia de su sagrado nombre. Jehová escogió a Jerusalén, la ciudad capital, con su monte Sión, “para colocar allí su nombre, para hacerlo residir”. (Dt 12:5, 11; 14:24, 25; Isa 18:7; Jer 3:17.) El templo edificado en esa ciudad era la ‘casa para el nombre de Jehová’. (1Cr 29:13-16; 1Re 8:15-21, 41-43.) Lo que se efectuaba en ese templo o en esa ciudad, fuese bueno o malo, afectaba inevitablemente al nombre de Jehová y Él no lo pasaba por alto. (1Re 8:29; 9:3; 2Re 21:4-7.) Profanar el nombre de Jehová en ese lugar resultaría en la destrucción segura de la ciudad y en que Dios abandonara el templo. (1Re 9:6-8; Jer 25:29; 7:8-15; compárese con las acciones y palabras de Jesús en Mt 21:12, 13; 23:38.) Por eso, Jeremías y Daniel rogaron a favor de su pueblo y ciudad pidiendo que Jehová concediese misericordia y ayuda ‘por causa de su propio nombre’. (Jer 14:9; Da 9:15-19.)
 
Al predecir que purificaría al pueblo que llevaba su nombre y que lo repatriaría a Judá, Jehová les hizo saber de nuevo su interés primordial, al decir: “Y tendré compasión de mi santo nombre [...]. ‘No por causa de ustedes lo hago, oh casa de Israel, sino por mi santo nombre, el cual ustedes han profanado entre las naciones adonde han ido’. ‘Y ciertamente santificaré mi gran nombre, que estaba siendo profanado [...]; y las naciones tendrán que saber que yo soy Jehová —es la expresión del Señor Soberano Jehová— cuando yo sea santificado entre ustedes delante de los ojos de ellas.[’]”. (Eze 36:20-27, 32.)
 
Estos textos y otros muestran que Jehová no concede a la humanidad una importancia desmesurada. Debido a que todos los hombres son pecadores, en justicia merecen la muerte, y solo se podrá alcanzar la vida gracias a la bondad inmerecida y la misericordia de Dios. (Ro 5:12, 21; 1Jn 4:9, 10.) Jehová no le debe nada a la humanidad, y la vida eterna será un don para los que la alcancen, no un salario merecido. (Ro 5:15; 6:23; Tit 3:4, 5.) Es verdad que Él ha demostrado un amor incomparable a la humanidad (Jn 3:16; Ro 5:7, 8); no obstante, el ver la salvación humana como la cuestión principal o el criterio por medio del cual se puede calibrar la equidad, justicia y santidad de Dios, es contrario a la realidad bíblica y demuestra una perspectiva equivocada. El salmista mostró la perspectiva correcta cuando exclamó con humildad y admiración: “Oh Jehová Señor nuestro, ¡cuán majestuoso es tu nombre en toda la tierra, tú, cuya dignidad se relata por encima de los cielos! Cuando veo tus cielos, las obras de tus dedos, la luna y las estrellas que tú has preparado, ¿qué es el hombre mortal para que lo tengas presente, y el hijo del hombre terrestre para que cuides de él?”. (Sl 8:1, 3, 4; 144:3; compárese con Isa 45:9; 64:8.) La santificación del nombre de Jehová Dios significa con toda razón más que la vida de la humanidad entera. Por lo tanto, según lo expresó el Hijo de Dios, el hombre debe amar a su prójimo como se ama a sí mismo, pero debe amar a Dios con todo su corazón, mente, alma y fuerzas. (Mr 12:29-31.) Esto significa amar a Jehová Dios más que a los parientes, los amigos o la vida misma. (Dt 13:6-10; Rev 12:11; compárese con la actitud de los tres hebreos en Da 3:16-18.
 
Este punto de vista bíblico no debería disgustar a nadie, antes bien, debería acrecentar el aprecio por el Dios verdadero. Dado que Jehová podía, con toda justicia, haber puesto fin a la humanidad pecaminosa, el que hiciera provisión para que algunos se salvaran enaltece aún más la grandeza de su misericordia y su bondad inmerecida. (Jn 3:36.) No se deleita en la muerte de los inicuos (Eze 18:23, 32; 33:11); sin embargo, no va a permitir que escapen de la ejecución de su juicio. (Am 9:2-4; Ro 2:2-9.) Es paciente y sufrido, y tiene preparada la salvación para los obedientes (2Pe 3:8-10); no obstante, no va a tolerar indefinidamente una situación que ocasione oprobio a su encumbrado nombre. (Sl 74:10, 22, 23; Isa 65:6, 7; 2Pe 2:3.) También muestra compasión y comprensión en lo que tiene que ver con las debilidades humanas, perdonando “en gran manera” a los arrepentidos (Sl 103:10-14; 130:3, 4; Isa 55:6, 7); de todas formas, no excusa a las personas de las responsabilidades por sus propias acciones y las consiguientes repercusiones en ellos mismos y en sus familias. Cada uno siega lo que siembra. (Dt 30:19, 20; Gál 6:5, 7, 8.) De este modo, Jehová muestra un equilibrio hermoso y perfecto entre la justicia y la misericordia. Los que entienden estas cuestiones correctamente, según se revelan en su Palabra (Isa 55:8, 9; Eze 18:25, 29-31), no cometerán el grave error de tratar a la ligera su bondad inmerecida o ‘dejar de cumplir su propósito’. (2Co 6:1; Heb 10:26-31; 12:29.)
 
 
Deja a continuaciòn tu comentario ...